Para los amanes del arte, para aquellos osados que sueñan con estar delante de una obra de Van Gogh, y echar raíces como sus dulces almendros. A todos aquellos con un mínimo de sentido común: tengo malas noticias.
Hace unos días, aprovechando que estaba de paseo por Amsterdam, entré en el museo de Van Gogh. No soy experta en este artista, ni en ningún otro, ni mucho menos. Pero es bastante fácil apreciar a más de uno, emocionarte conociéndoles a través de biografías, catálogos de sus mejores obras e incluso leyendas absurdas. Es bastante fácil también que te invada una extraña sensación, entre la euforia y el llanto, cuando te posas ante una obra original. Ahí se encuentra una de las más maravillosas cualidades de todo tipo de arte: la obra es la misa, pero cada persona la siente de distinta manera. Puedes sentir esa extraña adrenalina, puedes sonreír, ensimismarte de melancolía, querer gritar o también puedes sentir un inmenso tedio, morirte del aburrimiento, eso también es muy lícito y lógico en más de una ocasión.
Bueno, el meollo del asunto es que el holandés al que se le ocurrió poner el museo, podría haberse quedado en su casa viendo la película inolvidable de la inolvidable vida de Van Gogh,
El loco del pelo rojo, protagonizada por Kirk Douglas. El memo este, el de la ideíta, estará ahora descansando, lo peor de todo, con la conciencia muy tranquila…
Te levantas una mañana de Agosto (las mañanas de Amsterdam de Agosto son gélidas joder) bastante temprano. El madrugón se debe a la guía turística a la que sigues como la biblia, aunque ya la haya pifiado varias veces, como la biblia. Para suerte o desventura, esta vez, no se equivocaba: el museo abre a las diez, pero mejor estar media hora antes para evitar cola. Menos mal, porque estás bien pronto y te tragas una cola (con frío recuerden) de unos tres cuartos de hora. La gente corre hacia la cola, como si de un parque de atracciones se tratase. Te acercas al mostrador y comienzas a cuestionarte la moralidad de cobrar por algo que ni siquiera te pertenece a ti. ¿Tienen más sensibilidad para apreciar arte el que tiene más dinero? Dejando por unos minutos estas cuestiones al margen de tu conciencia, compras la por su puesto cara entrada y te das cuenta que necesitas los por su puesto caros auriculares, si quieres enterarte de algo. Los compras.
Por fin entras, con la ilusión tocada pero no hundida. Y para sorpresa o no tan sorpresa, para entrar has de cruzar la tienda, al igual que para salir, adentrándote en lo que parece una paradoja del círculo vicioso del consumismo.
Ahora falta por contar los más importante, lo más desastroso, y lo haré rápido pues enerva a cualquier mortal, y a más de un muerto seguro… Te plantas en el primer cuadro y descubres que el cuadro no coincide con la reproducción de los auriculares, lo compruebas con mil cuadros más y nada. Vas a buscar ayuda y al rato lo solucionas de la manera más típica, alguien entre el tumulto te dice qué es lo que hay que hacer. Sí, tumulto, porque al parecer no hay aforo limitado. Por fin te fijas en un cuadro y ¡están cubiertos por un cristal! El cristal refleja todas las bombillas, la luz verde del techo, la cual te destella en los ojos, y te refleja los caretos de los demás visitantes. Por si fuera poco la gente se amontona delante del cuadro, sin respetar si quiera los espacios. Ya puedes decir que has visto en dos horas más cogotes, nucas y espaldas que en toda tu vida. Los niños gritan, y también lo hacen sus padres. Tu cara va cambiando, a peor, por momentos. A punto de montar en cólera, te cagas en todo. No sabes si es por la obra de arte, pero esta vez quieres gritar.
Y es muy gracioso el hecho de no arrepentirse de haber pasado por esta tragicomedia, pues cuando consigues, con gran esfuerzo, quedarte solo, descubres que este loco peli rojo merece la pena. Lees energía, agresividad, dulzura y cansancio en sus pinceladas. Sus colores y sus formas parecen salir del cuadro. Y parecen llamarte al mundo de los colores que nunca habías visto, a la ciudad de las cosas que no existen.
PD: A la salida me compré un paraguas decorado con
La noche. No llovía.
Revolución